Cines y cinéfilos de barrio
Los cines de sesión continua y programa doble de los barrios desaparecieron del paisaje urbano. Forman parte de la historia y la educación de algunos cinéfilos.
Los cines han pasado a formar parte de la arqueología de las ciudades. Esos grandes edificios casi siempre situados en calles de cierta importancia, dedicados a la proyección cinematográfica, fueron pasando poco a poco a mejor vida. Es cierto que algunas de esas salas se reconvirtieron, dividiéndose en porciones en lo que se rebautizó como multicines.
Aquellas salas dejaban un buen día de ser cinemas para convertirse en almacenes, comercios franquiciados, gimnasios, supermercados o discotecas. En otros casos, cuando todo el edificio estaba dedicado únicamente a Sala de proyección, sencillamente se demolia para construir apartamentos y locales comerciales.
Hubo un tiempo en que las ciudades estaban bien surtidas de cines, casi tanto como de farmacias, estancos o tiendas de ultramarinos. Hasta bien entrados los años setenta del siglo XX, en los barrios de las grandes ciudades había siempre cines que ofrecían sesión continua con su “magnífico” programa doble que variaba cada semana.
Solían comenzar sus sesiones a las cuatro de la tarde y terminaban pasada la medianoche. Daba tiempo suficiente para ver las dos películas de esa semana y repetir si se quería, o bien “enganchar” con la primera de ellas en el caso de que se hubiera entrado con la sesión ya iniciada. Y a un precio mucho más asequible que el de las grandes salas de estreno, como los de la Gran Vía.
Los cines de barrio contaban con un público bastante fiel. Pandillas de jóvenes y adolescentes, parejas de novios, familias con niños y abuelos, gente solitaria y hasta algún "cinéfilo de barrio" constituían la fauna habitual de estos refugios pensados para soñar, evadirse y disfrutar durante tardes enteras, porque allí, en esos cines, el tiempo no existía.
En cada programa doble podía aparecer todo tipo de sorpresas, aunque lo normal era que “pusieran”, “dieran” o “echaran” películas de diferentes tipos para contentar a tan diversos públicos.
La cartelera, los carteles anunciadores de las películas y una selección de fotogramas impresos en cartón rígido, colocado en vitrinas bajo la marquesina, aportaban información suficiente, además de lo que sugiriera el propio título del filme en cuestión.
También tenía su importancia reconocer a los protagonistas, (esto siempre era una garantía), comprobar si era en color o en blanco y negro y deducir en esa media docena de fotografías de qué tipo de película se trataba. Es decir, lo que el cinéfilo de barrio denominaba con precisión, “género”; y el resto de los espectadores del vecindario entendía que se trataba de una de vaqueros, o de romanos, o de risa, o de miedo, o de guerra, o de policías y ladrones, o de marcianos.
El de Argüelles era un barrio de Madrid especialmente bien dotado de cines. Se trata de una zona cercana a la Universidad Complutense, primero a la sede de San Bernardo y algo más tarde a la Ciudad Universitaria, junto a Moncloa y el final de la calle Princesa. Por esta razón, Argüelles contaba con un gran número de pensiones y pisos de alquiler compartidos por estudiantes procedentes de toda España, además de los colegios mayores.
Probablemente estos fueran algunos de los motivos por los que esta pequeña zona de Madrid doblara el número de sus cines entre los años sesenta y setenta, llegando a contabilizarse hasta dieciséis salas, según apunta José Montolio.
A saber, en torno a Arapiles, estaban los cines Galileo, Vallehermoso, Apolo, Magallanes, Quevedo y Flor. En el área de Gaztambide, estaban los cines California, Pelayo, Españoleto, Emperador, Iris y Bulevar. Y en la parte baja, en Argüelles propiamente dicho, los cines Princesa, Argüelles, Urquijo, Conde Duque y Rosales.
Es preciso aclarar que no todos los cines señalados eran de sesión continua y programa doble. El Españoleto y el Princesa eran cines de sesión numerada y estreno o primer reestreno. Este último vivió su mayor éxito en plena Transición con Asignatura pendiente, película de Jose Luis Garcí, que se mantuvo en cartel durante una larga temporada.
Algunas salas de este barrio madrileño, pensando posiblemente en los intereses, gustos o inquietudes de una parte de sus públicos, fueron cambiando su programación hasta convertirse -algunos de ellos- en salas especiales y de Arte y Ensayo, nuevas denominaciones oficiales creadas por las autoridades de la época.
Así, cines como el California, hoy recuperado como Sala Berlanga, propiedad de la SGAE, llegó a ser sede provisional de la Filmoteca Nacional durante el año 1973. El cine Rosales, hoy convertido en supermercado, mantuvo una programación de primera calidad durante tres décadas. Aunque es recordado principalmente por su mayor e incomprensible éxito comercial; una película búlgara, subtitulada, en blanco y negro, llamada Cuerno de Cabra, que permaneció en cartel 755 días seguidos, gracias a un público diverso que aguardaba largas colas atraído posiblemente por el “morbo” algo desorientado de la época.
Salvo este largo paréntesis, en aquella sala Rosales, pudimos ver varias veces –siendo aún adolescentes– documentales como Monterrey Pop, sobre el primer festival al aire libre de la historia del rock, celebrado en el verano de 1967, o Raga, sobre el músico indio Ravi Shankar, amen de otras rarezas cinematográficas como Dulces Cazadores, del brasileño Ruy Guerra. Tres películas que alimentaron una incipiente e indistinta pasión por el cine y la música.
Las salas de los barrios se vaciaron hasta perder su razón de existir, su sentido lúdico y liberador, refugio oscuro donde ocultarse y desaparecer durante unas horas para meterse en la vida de otros, vivir las aventuras y desventuras de buenos y malos, los amores, los dramas, las alegrías y las comedias más disparatadas. En definitiva, sueños donde las cosas casi siempre se arreglaban en el último momento para que el final fuera feliz.
Aquellas salas dejaban un buen día de ser cinemas para convertirse en almacenes, comercios franquiciados, gimnasios, supermercados o discotecas. En otros casos, cuando todo el edificio estaba dedicado únicamente a Sala de proyección, sencillamente se demolia para construir apartamentos y locales comerciales.
Cines de barrio
Solían comenzar sus sesiones a las cuatro de la tarde y terminaban pasada la medianoche. Daba tiempo suficiente para ver las dos películas de esa semana y repetir si se quería, o bien “enganchar” con la primera de ellas en el caso de que se hubiera entrado con la sesión ya iniciada. Y a un precio mucho más asequible que el de las grandes salas de estreno, como los de la Gran Vía.
Los cines de barrio contaban con un público bastante fiel. Pandillas de jóvenes y adolescentes, parejas de novios, familias con niños y abuelos, gente solitaria y hasta algún "cinéfilo de barrio" constituían la fauna habitual de estos refugios pensados para soñar, evadirse y disfrutar durante tardes enteras, porque allí, en esos cines, el tiempo no existía.
En cada programa doble podía aparecer todo tipo de sorpresas, aunque lo normal era que “pusieran”, “dieran” o “echaran” películas de diferentes tipos para contentar a tan diversos públicos.
La cartelera, los carteles anunciadores de las películas y una selección de fotogramas impresos en cartón rígido, colocado en vitrinas bajo la marquesina, aportaban información suficiente, además de lo que sugiriera el propio título del filme en cuestión.
También tenía su importancia reconocer a los protagonistas, (esto siempre era una garantía), comprobar si era en color o en blanco y negro y deducir en esa media docena de fotografías de qué tipo de película se trataba. Es decir, lo que el cinéfilo de barrio denominaba con precisión, “género”; y el resto de los espectadores del vecindario entendía que se trataba de una de vaqueros, o de romanos, o de risa, o de miedo, o de guerra, o de policías y ladrones, o de marcianos.
Los cines de sesión continua fueron apagándose poco a poco, quedándose sin público, desapareciendo a medida que el ocio se trasladaba al interior de los hogares, primero con el Televisor, después con el Video Club y finalmente con Internet. Entre tanto, el cinéfilo de barrio iría adaptándose, poco a poco, a su nuevo habitat: las salas de Arte y Ensayo y la Filmoteca.
Argüelles, barrio de cines
El de Argüelles era un barrio de Madrid especialmente bien dotado de cines. Se trata de una zona cercana a la Universidad Complutense, primero a la sede de San Bernardo y algo más tarde a la Ciudad Universitaria, junto a Moncloa y el final de la calle Princesa. Por esta razón, Argüelles contaba con un gran número de pensiones y pisos de alquiler compartidos por estudiantes procedentes de toda España, además de los colegios mayores.
Probablemente estos fueran algunos de los motivos por los que esta pequeña zona de Madrid doblara el número de sus cines entre los años sesenta y setenta, llegando a contabilizarse hasta dieciséis salas, según apunta José Montolio.
A saber, en torno a Arapiles, estaban los cines Galileo, Vallehermoso, Apolo, Magallanes, Quevedo y Flor. En el área de Gaztambide, estaban los cines California, Pelayo, Españoleto, Emperador, Iris y Bulevar. Y en la parte baja, en Argüelles propiamente dicho, los cines Princesa, Argüelles, Urquijo, Conde Duque y Rosales.
Es preciso aclarar que no todos los cines señalados eran de sesión continua y programa doble. El Españoleto y el Princesa eran cines de sesión numerada y estreno o primer reestreno. Este último vivió su mayor éxito en plena Transición con Asignatura pendiente, película de Jose Luis Garcí, que se mantuvo en cartel durante una larga temporada.
Algunas salas de este barrio madrileño, pensando posiblemente en los intereses, gustos o inquietudes de una parte de sus públicos, fueron cambiando su programación hasta convertirse -algunos de ellos- en salas especiales y de Arte y Ensayo, nuevas denominaciones oficiales creadas por las autoridades de la época.
Así, cines como el California, hoy recuperado como Sala Berlanga, propiedad de la SGAE, llegó a ser sede provisional de la Filmoteca Nacional durante el año 1973. El cine Rosales, hoy convertido en supermercado, mantuvo una programación de primera calidad durante tres décadas. Aunque es recordado principalmente por su mayor e incomprensible éxito comercial; una película búlgara, subtitulada, en blanco y negro, llamada Cuerno de Cabra, que permaneció en cartel 755 días seguidos, gracias a un público diverso que aguardaba largas colas atraído posiblemente por el “morbo” algo desorientado de la época.
Salvo este largo paréntesis, en aquella sala Rosales, pudimos ver varias veces –siendo aún adolescentes– documentales como Monterrey Pop, sobre el primer festival al aire libre de la historia del rock, celebrado en el verano de 1967, o Raga, sobre el músico indio Ravi Shankar, amen de otras rarezas cinematográficas como Dulces Cazadores, del brasileño Ruy Guerra. Tres películas que alimentaron una incipiente e indistinta pasión por el cine y la música.
Las salas de los barrios se vaciaron hasta perder su razón de existir, su sentido lúdico y liberador, refugio oscuro donde ocultarse y desaparecer durante unas horas para meterse en la vida de otros, vivir las aventuras y desventuras de buenos y malos, los amores, los dramas, las alegrías y las comedias más disparatadas. En definitiva, sueños donde las cosas casi siempre se arreglaban en el último momento para que el final fuera feliz.